viernes, 10 de febrero de 2012

UNA REFORMA LABORAL SECTARIA Y DOGMÁTICA


Joaquim González Muntadas
Secretario General de FITEQA CCOO

Decía Giuseppe Federico Manzini  que el principio ordenador de las sociedades libres y la condición de su desarrollo, es el conflicto. En las relaciones de trabajo el conflicto se produce entre quien tiene información  y decide, y quien no la tiene y no decide, entre el propietario de los medios de producción y quien vende su fuerza de trabajo y sus conocimientos. Mancini añadía  y << Sin embargo, hay que estar atentos, porque el conflicto carente de reglas y de procedimientos es barbarie, provoca en el mundo escasez y angustia >>.  En las sociedades modernas y democráticas quien ha de evitar el abuso de poder, la escasez y la angustia que provoca el inevitable desequilibrio de fuerzas entre el empresario y el trabajador individual, es el Derecho del Trabajo.

Como ha escrito Soledad Gallego en su excelente artículo en El País del pasado 19 de febrero con referencia a la Reforma Laboral aprobada por el Gobierno del PP y CiU, titulado ¿Nada que hacer ? dice: " lo que llama la atención del Decreto Ley es que entregue la única llave al empresario y que haga casi desaparecer las reglas que, con grandes luchas y sufrimientos, han ido ordenando las relaciones laborales, como si los empleados y trabajadores fueran un elemento extraño al mundo de la empresa, algo irracional, que hay que disciplinar, y no un elemento fundamental dotado igualmente de intereses dignos de defender y, sobre todo, de raciocinio.".

Precisamente ahí se encuentra el elemento más agresivo hacia los derechos básicos de la Reforma Laboral: su nada disimulada intención de romper el equilibrio de la acción sindical y la capacidad de la negociación colectiva para regular las condiciones de trabajo mínimas y necesarias. 

Más allá de los cambios que provoca la Reforma en el mercado de trabajo para abaratar y dar mayor facilidad al despido  individual y colectivo, la novedad más significativa, la esencia misma de esta reforma, reside en que modifica el -comparado con los países de nuestro entorno- débil equilibrio entre las partes que conviven en la empresa. Equilibrio que distingue a las sociedades avanzadas y ricas de las atrasadas y pobres; que hace de la empresa y del mundo del trabajo un espacio para convivir y no para sobrevivir;  equilibrio que aunque no siempre ha determinado la línea de derecha e izquierda política, ha generado leyes y normas que conjugan derechos y competitividad, participación y cogestión con mejora de la productividad de las empresas y de la economía.

La música que inspira y acompaña la letra de la reforma es la que considera que el empresario es el amo y dueño y, de la misma forma que lo es de la maquinaria y del mobiliario, es propietario de la fuerza de trabajo. Y así, toda regulación que pretenda reducir el desequilibrio entre las partes, se entiende como un estorbo para la buena gestión de la empresa, y por ende, y ahí empieza el silogismo cargado de ideología, un supuesto estorbo para la competitividad, la generación de riqueza y el empleo.

Al margen de la opinión que le merezca a cada cual, la idea del Derecho del Trabajo y las organizaciones sindicales como estorbos para el progreso, no es nueva en la historia de España ni, por supuesto, en el mundo. En algunos casos, se añade incluso a las organizaciones  patronales como elementos distorsionadores de las relaciones del empresario con sus trabajadores en la empresa. Desde esa lógica, y al margen de su contenido e historia, se valoran los convenios colectivos sectoriales como corsés despegados de la realidad de las empresas, y a sus negociadores como cúpulas burocráticas ajenas a los intereses de los empresarios y de los trabajadores. Y por tanto, prescindibles. Porque ahí está el Partido Popular, el partido de los trabajadores, como han afirmado algunos de sus dirigentes, y por supuesto también el de los empresarios, como demuestra esta reforma.

Los demócratas deberíamos sentir decepción ante el sectarismo de algunos argumentos. Tristeza al leer indocumentadas comparaciones con la realidad del conjunto del sistema de relaciones laborales y protección social de países como Alemania, Francia, Holanda o Dinamarca. Y preocupación, mucha preocupación, porque algunos argumentos que acompañan la defensa de la reforma hacen que la música sea peor que su letra.

Identificar el paro con el Derecho del Trabajo y responsabilizar cínicamente a los sindicatos de la crisis y de los cinco millones y medio de parados, significa indultar de un plumazo a nuestro débil sistema productivo y al muy débil tejido empresarial español, con mucha pequeña empresa poco internacionalizada y con escasa reinversión de beneficios, a nuestros bajísimos niveles de I+D+i, al deteriorado sistema financiero, y eliminar las responsabilidades políticas que lleva aparejado. Ahí están las explicaciones de nuestra particular crisis, no en el mercado de trabajo y las relaciones laborales que son reflejo y consecuencia de esta realidad y no su causa. 

Estos poco edificantes argumentos dificultan un debate constructivo, especialmente cuando se descalifica el desacuerdo de los sindicatos argumentando que defienden intereses particulares y espúreos, intereses que contrastan con las nobles razones de quienes defienden que estas medidas son buenas para todo y para todos, porque las han decidido ellos, los buenos.

Esta posición sectaria y dogmática (el mercado siempre cumple con sus funciones) explica que el argumento de mayor fuerza tenga que sustentarse en un acto de fe. El que afirma  que, como la reforma laboral aprobada hace menos de un año por el anterior Gobierno no ha creado empleo -y ahí están las cifras que evidencian su fracaso- este Gobierno hace otra. Una reforma que, de antemano advierten, tampoco creará empleo en un año, pero que, realizando un triple salto mortal, aseguran que ésta sí es necesaria para crear empleo en el futuro. Sólo desde ese sectarismo ideológico, tan perjudicial en nuestra historia, se pueden resolver las dudas de un plumazo, como las resuelve ese hombre de la metáfora que les cuenta a sus amigos que su rabino es un santo porque habla todos los días con Dios. Los amigos, escépticos,  le preguntan: ¿y tú como lo sabes? porque me lo ha dicho él mismo, responde.  ¿Y cómo sabes que no te engaña? ¿Como me iba a engañar un hombre que habla todos los días con Dios?.

Desde los actos de fe no afrontaremos los grandes retos a los que debe responder nuestra economía, ni tampoco, como hace la Reforma, dinamitando, los débiles puentes del diálogo social, tan costosamente construidos en torno a objetivos comunes reflejados en el último AENC. Un Acuerdo que, si le dejaran, podría demostrar su capacidad y utilidad para moderar las rentas y bajar la inflación, mejorar la productividad y la estabilidad del empleo. Un pacto que aspira a cumplir sus objetivos reforzando la negociación colectiva pero al que, incomprensiblemente, la Reforma aprobada impide desarrollar los capítulos relacionados con la eficacia del convenio sectorial y su articulación en la empresa, una eficacia compatible con la posibilidad prevista de la inaplicación de su contenido en la empresa cuando se dan concretas circunstancias que lo justifican. Si no se corrige el contenido de la reforma en estas materias se está cuestionando de plano el valor y sentido mismo del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva,  convirtiéndolo en una oportunidad perdida para configurar unas relaciones laborales modernas que permitan trabajar por una mayor cohesión social tan necesaria en momentos de crisis, y evitar que perdamos el gran activo y ventaja competitiva  que hasta hoy ha sido, la paz social que sorprendentemente reprochan a los sindicatos los dirigentes del Partido Popular.

Pero volvamos a la acusación que ha derivado en el argumento central de defensa de la Reforma por parte de las más altas instancias del gobierno: el supuesto miedo de los sindicatos a perder privilegios. Más exacto sería afirmar que no se trata tanto de privilegios como de “cuotas de poder”, como acertadamente señala el amigo José Luis López Bulla cuando escribe en un reciente artículo: “No vayamos con zarandajas nosotros: pues claro que el problema central es una lucha de poderes. Como ha sido siempre, faltaría más. De poderes: derechos e instrumentos”.. Porque efectivamente de esto se trata. Y hemos de plantearlo abiertamente, sin miedo a las palabras, explicándolo a la opinión pública, a las trabajadoras y trabajadores en primer lugar.

Por ello, el movimiento sindical español no debería tener ningún complejo en asumir el reto de esta supuesta denuncia del miedo a la pérdidas de derechos sindicales, y afirmar con claridad, en primer lugar ante los trabajadores y trabajadoras, que sí, que quieren cercenar nuestros “privilegios”, es decir el privilegio de defender los derechos e intereses de cada uno y cada una de las personas que realizan un trabajo a cambio de un salario, de los “privilegios” necesarios para la defensa de la dignidad de su condición de trabajador porque en la empresa no deben estar ausentes los derechos fundamentales, ni se puede amparar la arbitrariedad que resulte del  autoritarismo y de la imposición sobre las personas que trabajan.

Quizás, y como efecto ciertamente no querido por sus autores, la reforma laboral se convierta en un estímulo para asumir que, ante las nuevas y mayores posibilidades objetivas del empresario, la mejor y casi única defensa que tenemos es organizarnos en el sindicato, como lo están la mayoría de nuestros compañeros y compañeras de los países que miramos como referencia de derechos y cohesión.