Es una evidencia irrefutable que España
está viviendo un shock emocional, estético y, sobre todo, mediático, que
anuncia un profundo cambio en las formas de hacer política. Sólo hay que
observar la convulsa vida de los partidos políticos para comprobar que casi
todos ellos disimulan sus siglas y difuminan su historia, usando en sus debates
la reflexión común de reinventarse, refundarse, repensarse o incluso, en
algunos casos, disolverse.
Asistimos a la paradoja de que la no
militancia política, ‘el independiente’, es exhibida por los propios partidos y
candidatos como un mérito a la hora de presentarse a las elecciones políticas y
formar parte de candidaturas, frente al afiliado y al militante. El súmmum de
esta paradoja es la reciente propuesta del Oriol Junqueras (ERC) que propone
‘una candidatura sin políticos para las elecciones políticas catalanas del 27
Septiembre’ lo que, de concretarse, bien merecería entrar en el Libro Guinness.
De igual forma, nos hemos acostumbrado a oír la primera persona del singular en
los discursos de los dirigentes políticos en sus compromisos electorales,
proyectos y decisiones de gestión, como si no hubiera nada detrás de
ellos y todo dependiera de la opinión y voluntad del cabeza de lista o del
líder de la organización.
Mucho han cambiado las formas de hacer
política desde las fuerzas políticas. Hasta ayer, sus militantes y
simpatizantes vivían la política con un arraigado sentido colectivo y orgánico,
desde la visión de transcendencia que proporciona trabajar y militar, para
‘anticipar el futuro’ para un modelo social. Hoy se impone el personalismo
frente al colectivo y su organización. Se entiende que el éxito o fracaso de
una candidatura responde esencialmente a la popularidad, la capacidad de
identificación y la empatía que puede generar el candidato o candidata famoso,
aunque sea improvisado (una monja, un catedrático, un torero etc.), más que la
coherencia del programa que representa y más allá de la solvencia del partido
que la sustenta. Algo así hemos visto con mucha fuerza en las elecciones del
pasado 24 de mayo y mucho más lo estamos viendo en el trajín de la preparación
de las elecciones catalanas del 27 de septiembre, o en las futuras elecciones
generales.
La coherencia de los programas
electorales y la credibilidad de sus propuestas no han sido, ni es previsible
que lo sean en las futuras elecciones, los protagonistas en las campañas
electorales, ni el eje de la discusión entre las candidaturas. El protagonismo
ha girado esencialmente sobre comportamientos, emociones y pasiones. Por esto,
por poner un ejemplo, se ha asumido y no ha sido traumático para los
votantes de la candidatura de Ahora Madrid que, en menos de quince días de
tomar posesión del cargo Manuela Carmena, anunciara
con nobleza y sin falsas excusas que ‘renuncia a crear un banco público
como iba en el programa de Ahora Madrid porque no era viable’, afirmando sin
complejos y con absoluta claridad, que entiende el programa electoral como un
conjunto de sugerencias englobadas en torno a grandes objetivos como son la
igualdad, la lucha contra la corrupción y la transparencia.
Es una evidencia que una parte muy
importante de la sociedad y sus electores ha depositado su voto respondiendo a
la emoción y buscando una referencia y un ejemplo de ética social, valorando y
juzgando los comportamientos personales más que el contenido y el cumplimiento
del programa electoral. Por ello es tan determinante para su credibilidad
viajar en metro, reducir el número de asesores y el criterio a la hora de
contratarlos, la bajada de los salarios, y todo aquello que exprese otras
formas de hacer y vivir la política.
El discurso emocional, la simbología, la
ambigüedad, los grandes conceptos abstractos que han generado energía social y
que alimentan sentimientos, priman sobre la definición programática. Y la
batalla política actual trata más sobre comportamientos y emociones que
sobre programas, por lo que podríamos afirmar: ‘El combate no es por el centro,
es por el corazón, el auténtico centro de la política’ (A. Gutiérrez
Rubí).
Lo importante es que los beneficios de
este cambio que responde al ajuste de cuentas a décadas de política
burocrática, de partidos cerrados y aislados de sus votantes, aporten
renovación, oxígeno y participación de nuevos sectores en el compromiso por la cosa
pública no sea a costa de destruir o debilitar a los partidos políticos y menos
aún sea cruel e injusto con los miles de personas honradas que han trabajado en
la política dando lo mejor de sí con profesionalidad durante décadas–. Esta
positiva pasión por la política, además de beneficios, aporta el riesgo de que
se trate sólo de formas, gestos y maneras, porque de ser así, sólo nos quedaría
la política pasional dirigida por personalidades, que no es precisamente lo
mejor para afrontar los grandes retos que debemos resolver como sociedad y
país.