jueves, 17 de marzo de 2016

La pajarita de Pablo Iglesias

Es evidente que Pablo Iglesias, el Secretario General de Podemos, es unnúmero uno en  comunicación por su capacidad de situar mensajes que impacten de lleno en los marcos mentales de su público. El líder de Podemos muestra su sexto sentido para la anticipación, lo que le lleva a condicionar, cuando no mandar, en la agenda del resto de las organizaciones políticas y de la mayoría de los medios de comunicación. Es un fuera de serie en el marketing, solo hay que ver el éxito en la promoción de la marca Pablo Iglesias, con todo lo que ello conlleva. Lo demostró con éxito cuando su perfil fue el logotipo en las papeletas electorales de la candidatura de Podemos en las elecciones europeas. Y lo podemos comprobar constantemente cuando convierte en noticia de primera plana, con polémica incluida,  todo lo que hace, habla, come, bebe, canta o viste.
Pablo Iglesias, como personaje mediático, no puede pedir más. Ha conseguido aquello que solo las primeras estrellas consiguen: tener casi tantos enemigos acérrimos como seguidores incondicionales. Una meta que sólo es alcanzable por las grandes figuras de la música, el arte,  la gastronomía o el deporte. Sabe que su principal capital está en el número y calidad de sus enemigos y, consciente de su valor,  los cultiva con mimo y esmero, sabedor de  que el mejor abono para que crezca su prestigio entre sus incondicionales es hacer bueno el dicho: "la importancia de una persona se la dan el número y nivel de sus enemigos".
El líder de Podemos juega con sus detractores al visitar al Rey en mangas de camisa. Con ello consigue convertirse en la noticia principal de la audiencia y, a la vez, el centro de críticas que le sirven para retroalimentar las alabanzas y la adhesión de los suyos, no tanto por el acuerdo con su particular indumentaria, sino como respuesta apasionada a los que le atacan con enfurecidos argumentos que acaban convirtiendo una acción de marketing, muy estudiada pero irrelevante, en una verdadera hazaña del protagonista. Y así crea un inmejorable terreno de juego para la dialéctica política, que le permite seguir centrándose en eslóganes de Twitter y en la simplificación que favorecen las redes sociales, donde este partido político se ha revelado imbatible. Y obviar las serias dificultades que representa concretar y sobre todo evaluar las propuestas.
Pablo Iglesias es un gran marketiniano, y lo volvió a demostrar la noche de los Goya al convertir su esmoquin en la noticia más relevante y viral de ese fin de semana. Y él, en el protagonista indiscutible de la Gala, por encima de los escotes más atrevidos y las rajas de las faldas más sexys.  Un esmoquin y pajarita para redondear el mensaje y ser el contrapunto a la camisa arremangada en la audiencia en la Zarzuela. Y para completar el mensaje, como en el mejor spot publicitario, el famoso esmoquin era tres tallas más grande, dejando bien claro que la intención del político no era presumir. Como ese presumido que va peinado despeinado, aunque sea el peinado más difícil como saben bien los profesionales de la estética.
Un marketing que es capaz de fabricar permanentemente imágenes televisivas y materiales muy valiosos para las tertulias que sirven para llenar horas y horas de descalificaciones y críticas. Unos tertulianos calificando de sacrilegio y otros de heroicidad unos hechos tan irrelevantes como el peinado de un diputado, un bebé en las rodillas de su madre sentada en su escaño, el pico entre dos colegas del mismo grupo parlamentario o una pajarita en una gala en la entrega de los premios del cine.
Política espectáculo, descalificaciones que premian y promueven tanto la intransigencia como la victimización, argumentos ad hominem que consiguen centrar la atención de la opinión pública en una pajarita que, aunque no fuera la intención de Podemos, al final adquiere, en nuestra actualidad política, más importancia que el paro juvenil, la marginación de los mayores de 55 años que han perdido el empleo, el fracaso escolar o el incumplimiento de la ley de dependencia. Lo que demuestra que en muchas ocasiones, también en política, la principal virtud puede acabar siendo el principal defecto.